Ana Mato, con el pelo al viento, condujo su Jaguar descapotable hasta la explanada del autocine. Se estacionó algo apartada de los demás coches, se limpió las gafas de los restos de confeti y se aprestó a ver una película más de su héroe favorito.
Ya en la primera escena, Mariano exhibió sus excepcionales dotes interpretativas. Mientras hacía juegos malabares con decenas de tarjetas black, las lanzaba al cielo y conseguía que desapareciesen, sostenía la mirada fija, e independiente de cada uno de los ojos, en dos pantallas de plasma que se encendían y se apagaban intermitentemente.
Con una agilidad envidiable, y a la vez que se chupaba la lengua y escondía la dentadura superior, voló de un extremo a otro del escenario para acercarse a sus dos pizpiretas ayudantas: La Dolores y La Espe.
Las ayudantas lo ataron de pies y manos en la pantalla derecha y lo dejaron dormitando en la de la izquierda. Ambas pantallas se fundieron en black, o en negro que tanto da, ante el espanto del auditorio – Ana Mato sintió que se le paraba el corazón – pero, escasos segundos después, Mariano, para alivio de sus enamoradas, reapareció sonriente sobre una inmensa caja B
Cuando la emoción parecía que ya no tenía cotas superiores que alcanzar, surgió de repente una horda amenazante de monigotes, algunos con grilletes y trajes a rayas, que le increpaban furiosos: ¡Ayúdanos, traidor!
Con rostros que parecían caretas, por lo disparatado de sus gestos, y mostrando un terrible sufrimiento, un Fabra, un Sepúlveda, un Matas, y así hasta una centenar de imputados más, avanzaron hacia el Mariano con el vacilante andar de los muertos vivientes.
Fue entonces cuando la música anticipó equivocada y gozosa un final brillante para la película: descolgándose, como un tarzán canijo, desde una almena del palacio de la Zarzuela, el pequeño Nicolás fumigó con gas del CNI a todos aquellos desgraciados, convirtiéndolos en un montón de polvo sucio y maloliente.
Mientras Nicolás recogía la liana de que se había valido, hecha con los cabellos de una infanta, una corriente de aire esparcía y alejaba los restos de los zombis.
Los cuatro, Mariano, sus dos ayudantas, y el pequeño Nicolás, se abrazaban y daban gracias a Dios, dirigidos por el obispo de Granada, en medio del estrépito de los tambores y las trompetas de la victoria, a la vez que caía sobre ellos una densa lluvia de sobres de colores.
Desde el fondo del escenario fueron surgiendo, para participar en la apoteosis final, un montón de figurantes: Floriano con un ejemplar del Estatuto del Trabajador, Aznar y Acebes portando un estandarte de FAES, Jorge Fernández Díaz con un cilicio hecho con concertinas, y otros muchos más que llenaron totalmente aquel espacio.
Lo que ellos no vieron, ninguno, ni actores principales ni figurantes, y si vio aterrada la espectadora del Jaguar, fue la oscura toga de un Magistrado que los señalaba a todos con un dedo acusador.
Incluso a ella, que encogía los hombros con un inocente gesto de: yo no sabía nada.