Adolfo Suárez

Franco murió en la cama,  el 20 de Noviembre de 1975, después de una dictadura larguísima, que nadie supo o quiso interrumpir. Solo dos meses antes, el  27 de Setiembre, fueron ejecutadas, por fusilamiento, cinco personas.

Menciono estos fusilamientos como prueba de que, hasta el último momento, el alma de la dictadura, y su soporte religioso, económico y social, mantuvo toda su fortaleza.

El Rey fue reconocido como tal, y consecuentemente, Jefe del Estado, a los dos días de morir Franco. Su primera decisión política fue la de confirmar a Carlos Arias Navarro, aquel que lloró ante las cámaras de televisión mientras nos informaba de la muerte del dictador.

Son  tiempos aquellos de rumores y especulaciones. Todo era incertidumbre, pero el 1 de Julio de 1976 Carlos Arias Navarro dimite y es sustituido por el hoy fallecido Adolfo Suarez. Un hombre gris que venía de las filas falangistas y aún guardaba en  el armario la chaqueta blanca, la camisa azul  y la corbata negra.

El mismo Adolfo Suarez que había dirigido durante cuatro años, hasta 1973,  la Radio Televisión Española, el más poderoso aparato de la propaganda franquista, se convierte, según parece, y porque así lo quiso el Rey, en el artífice de la transición democrática española.

Fue un sorprendente ejemplo de metamorfosis personal.

¿Pudo un hombre, o dos, si sumo al Rey, o tres, si sumo a Torcuato Fernández Miranda, darle un vuelco tan colosal a la situación política española?

Hoy se nos llena la boca hablando de globalidad, y aceptamos, resignados o dolidos, según cada quien, que todo cuanto nos pasa está ligado, o es consecuencia, de cosas que suceden o se fraguan allende de nuestras fronteras. Estamos prácticamente atados de pies y manos.

¿Quién puede ir hoy contra corriente de las poderosas fuerzas del capitalismo internacional?

¿Acaso en 1975 o 1976 era distinto?

Yo me sumo a las condolencias a la familia de Adolfo Suárez y, aunque pudiera hacerlo, que no es el caso, no corregiría ni una coma de cómo se le destaca  en las crónicas sobre la Transición Española. Que en paz descanse.

Eso no quita para que yo me quede con las ganas de conocer la historia que hubo detrás de aquellas decisiones. De quienes, en España y fuera de ella, valoraron – y qué valoraron – que era bueno para “ellos” que nuestro país se modernizase entonces  y no cuarenta años primero.

La Felicidad

¿Cómo definiríamos la felicidad si fuéramos una bacteria? La cosa no iría de pasear por un verde valle  lleno de flores,  dejándose arrullar por la brisa y el canto de los pájaros. Ni de navegar por un lago silencioso y transparente, sin más compañía que el sol en lo alto.

A lo mejor la cosa iba de nadar en medio de un charco de ácido corrosivo, a temperaturas infernales.

Reconozco que es un ejemplo extremo, pero nosotros, los humanos, también vivimos una amplia variedad de situaciones en las que algunos vislumbran la felicidad y otros la tragedia.

Pensemos, ¿Hubiéramos sido capaces de conocer la felicidad,  si nos hubiera tocado estar a las puertas de la muerte con solo cuarenta años? ¿Y si hubiéramos perdido a todos nuestros hijos en guerras que no tenían el menor sentido para nosotros?

¿Se puede ser feliz cuando todo está en contra? ¿Es la felicidad un  imposible?

Yo creo que la felicidad es un estado que se puede alcanzar,  aunque no se pueda permanecer en él por mucho tiempo. Hay un momento en el que nos vemos obligados a abandonar el valle o el lago de nuestro ensueño.

La  felicidad es un chispazo, más o menos breve,  que necesita, con carácter imprescindible de una cierta alienación. Para gozar de un momento sublime de felicidad es  imprescindible no pensar y limitarse a sentir  el instante.

La vida, que no deja de ser  una sucesión de  momentos vulgares, ni tristes ni alegres, algunos disgustos, grandes o pequeños,  nos regala,  de vez en cuando, experiencias de clara felicidad.

Este patrón: vulgaridad, tristeza y felicidad, está implantado en todos nosotros. No importa lo mal que vayan las cosas a tu alrededor.  Tampoco importa lo contrario. Te tocarán disgustos, que otros verán como tragedias. Te verán sonreír en ambientes insoportables y pensarán que eres una bacteria.

Y te verán sonreír, tocada por un hada, porque estás mirando a los ojos de tu hijo recién nacido, que se mueve sin que nada le falte  y abre la boquita al acercarse a tu pecho.

Y no perderás esa sonrisa sentada entre los cascotes de tu casa destruida. La sabia naturaleza habrá ocupado la integridad de tu cerebro, sin malos recuerdos ni oscuras premoniciones, para que sólo la felicidad tenga cabida en él.

Los Impuestos

Un ejemplo típico de comunidad de intereses generadora de enormes debates,  son las Comunidades de Vecinos. La panoplia de gastos a cubrir es relativamente reducida, sin embargo,  las discusiones entre los vecinos suelen ser muy acaloradas.

El vecino del sexto, al que le van bien las cosas, quiere un buen espejo en el portal y un confortable sillón mientras espera el ascensor. A su vecino de puerta, en el paro, le repatean estos aires de grandeza y se apuntaría encantado a una reducción drástica en los gastos comunes.

Otra señal que dejan las Comunidades de Vecinos, señal  perturbadora, es la escasa sensibilidad que se tiene con los más débiles. Los capítulos más peleados y de donde se espera conseguir algún ahorro son,  muchas veces,  los sueldos de los empleados de la finca.

A ello ayuda, hay que decirlo, la connivencia del administrador con casi todos los proveedores de servicios a la Comunidad, a quienes no le apetece enfrentarse – perdería sus comisiones – dejando así muy pocos capítulos con margen para el recorte. El mal arrastra al mal.

Pues si con un ejemplo tan reducido, al que se enfrentan unas pocas decenas de propietarios, puede llegar a haber tanto lío, ¿de qué nos extraña que se vierta tanta tinta cuando la Comunidad de Intereses es un Estado entero?

Salvando la escala, una  Comunidad de vecinos ofrece todo el muestrario de comportamientos sociales que puedas encontrare en un Estado así que, y como un juego, voy a dejar el tema aquí (aunque con una excepción).

El juego consiste en que, cada quien, se vea a si mismo participando en la gran empresa común y concluya si se está escaqueando, o no. Y que piense en la ideología que desearía imperase en su propia casa.

Y la excepción sobre la que quiero seguir dando la vara es el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones y, en menor medida, sobre el Impuesto sobre el Patrimonio.

Las cuotas de la Comunidad que es el Estado son los impuestos (no es necesario que aplaudan ante esta gran frase). Como algo  muy asentado en la conciencia social, se espera que los impuestos ayuden a corregir las grandes disparidades que hay entre las rentas de los diferentes ciudadanos y ciudadanas. Los impuestos directos, con sus escalas progresivas, redistribuyen algo, y los impuestos indirectos, para todos café, no redistribuyen nada e, incluso, pueden ir en la dirección contraria.

De cualquier forma, los conocidos  impuestos directos sobre la renta y los indirectos sobre el consumo, actúan sobre el aquí y ahora. Si ganas, pagas. Si compras, pagas.

Pero hay otros impuestos – Sucesiones y Patrimonio –  que inciden sobre las rentas acumuladas a lo largo de tu vida, e incluso sobre las rentas acumuladas a lo largo de tu vida y la de tus antepasados. Son los impuestos que, casualmente, más rápido dejan en la cuneta los partidos de derechas.

El Impuesto sobre el Patrimonio puede llegar a ser redundante, confiscatorio,  si grava la “cosa” que genera la renta y, a su vez, grava la renta que genera esa “cosa”.

Y, el impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, puede frustrar gestos de solidaridad y amor, tan apegados a la condición humana,  como la de ayudar  a los hijos, y seguir haciéndolo después de la muerte. O agradecer “post mortem”  los cuidados de quien soportó las miserias de tu vejez.

Aceptados unos límites por debajo de los cuales ambos impuestos no debieran de actuar o, al menos, y cubierto el aspecto de control, no debieran de gravar, quedan aún por encima algunos Patrimonios que se elevan, con sus tramos  de diferentes dimensiones, cual capas de la atmósfera, hasta casi el Infinito. Patrimonios inmensos, que se han escabullido de cualquier tipo de tributación, y contribuyen a la perpetuación de las diferencias sociales a través de la Historia, gracias a las Herencias sin coste.

Patrimonios que no resistirían un mínimo examen de licitud si, a su origen, se aplicaran las leyes vigentes en la actualidad.

Patrimonios que han atravesado larguísimos periodos de invisibilidad fiscal y que, aún hoy, cuentan con numerosos recovecos para esconderse de la tributación.  

Patrimonios que SÍ debieran de ser gravados, por la enorme injusticia que llevan a cuestas. Y es sobre estos grandes Patrimonios sobre los  que yo quiero incidir en estas reflexiones.

Mi conclusión es: Echo de menos un Impuesto sobre Sucesiones capaz de conseguir  una redistribución histórica, inter generacional,  que evite que los descendientes de los mega-ricos de antaño sigan siendo los mega-ricos de ahora.

La solución técnica la dejo para los que sepan. A mí me queda grande.

El cocodrilo

Me han venido muy bien los documentales que pone la dos después de Saber y Ganar. Gracias a ellos he comprendido que los animales no son ni buenos ni malos. Cada cual es como es. Si lo tuyo va de sumergirte silencioso a la espera de un ñu con sed, no es que seas un cabrón. Lo que te pasa, simplemente, es que eres un cocodrilo.

Al haber entendido esto he dejado de tenerle tirria a Paco Marhuenda. Él es como es.  Un animalito de nariz colorada que salta chillón cuando se le sacude la jaula.

 No importa lo atinada e incontestable que sea una crítica contra el Gobierno del PP, el contraatacará con un «Que se sepa. A ver si nos enteramos” y soltara su particular versión defensiva,  hiperbólicamente laudatoria.

Antes nos habrá regalado una amplia variedad de gestos reprobatorios y miradas acusadoras. Pocos animales, ni las aves más complejas, exponen con tal entusiasmo, a lo largo del cortejo nupcial, tantas plumas y alharacas con las que cautivar a su amada popular.

Su entrega sin fisuras me lleva a recordar al genial Honoré De Balzac cuando dijo «El matrimonio es un combate a ultranza, antes del cual los esposos piden la bendición de Dios, porque amarse para siempre es la más temeraria de las empresas».

Así que, en vez de odiarlo, lo observo con curiosidad. Hasta me compadezco de él,  puesto que sus querencias más profundas, su amor desmedido, le colocan constantemente en una situación ridícula.

Su parte noble, a diferencia del saurio atrapa ñus, es que no se esconde y eso le honra. No es un cocodrilo. Es un tonto redomado.

LA DERECHA NO EXISTE

He escuchado afirmaciones como ésta de personas a quienes aprecio por su honestidad intelectual. Para ellos no existe la derecha ni tampoco la izquierda. Todo es un debate del pasado. Lo que hay ahora es una casta política, que sólo se preocupa de sí misma, frente a la inmensa  mayoría de la ciudadanía que se siente desamparada.

A la desafección ya le dediqué algunas reflexiones. Yo creo en la izquierda, en una determinada izquierda y veo, con disgusto, como deja escapar muchas oportunidades que la vayan alejando del descalabro final: de la gran victoria de los descontentos en las urnas, lo que le regalará de nuevo el gobierno a la derecha.

No me gustas las sonrisas triunfalistas en los mítines en los que se cantan los disparates de la derecha, a los que sólo asisten los que ya están convencidos,  como si con eso bastara. Lo que le sobra a la cínica artillería de la derecha son disparates de la izquierda que traer a colación, para equilibrar la balanza,  aunque haya que remontarse a la revolución bolchevique.

La gente, la buena gente, la que sumará los millones de votos que hacen falta para una victoria electoral, está asustada. Está asustada y busca ansiosa una salida a esta situación tan dura. Y, ahora, con el respaldo internacional de quienes defienden los mismos intereses que nuestra  derecha, España  aparenta estar en la senda que la saque de la crisis.

Ya se empieza a oír por ahí que “parece que algo se mueve”. Los que han conseguido mantener empleos razonables se pueden atrever a empezar a gastar. Salir de la hibernación económica en la que han estado escondidos y acongojados los últimos años. Y, considerando los sueldos de miseria que ahora se pagan, crear algo de empleo para  mejorar las estadísticas no será muy difícil.

Viendo  a la Fátima Báñez o al de Guindos. Al Montoro o a la Mato y, sobre todo, al sieso de Rajoy, cualquiera que pueda pensar sin agobio, sin miedo, llegará a la conclusión de que esta panda de inútiles no es capaz de hacer nada “a derechas”, valga la aparente contradicción.

 Que su misión en esta vida es llevar a cabo, con los discursos tradicionales de la derecha,  todo aquello  que les venga bien a “unos pocos”,  aunque ello suponga hundir en la miseria a gran parte de la población.

Y por eso, sin desgastarme de nuevo en insistir en las medidas  que la izquierda habría de aplicarse a sí misma para salir del pasmo, voy a dedicar los últimos párrafos a defender mi profunda convicción de que la derecha SI existe.

Nuestra  derecha, la derecha en la que yo creo, viene de antiguo y hunde sus profundas raíces en los privilegios de las nobles castas del pasado.  Me quedo ahí, en los aledaños de nuestra Edad Media, aunque el proceso haya sido el mismo, antes o después,  en muchas otras civilizaciones: Privilegios para los poderosos, por la gracia de dios, y miseria para la plebe.

Qué duda cabe de que se han subido al carro muchos oportunistas. Gente que es de derechas por las ventajas que ello comporta. También algún que otro despistado de buena fe, pero la derecha esencial, la que nos conviene desenmascarar, no ha cambiado sus tics en siglos.

La derecha es arrogante y prepotente. Sus vástagos han crecido en la convicción de ser mejores, de estar más preparados. En la España de unos pocos decenios atrás, sólo algunas familias educaban a sus hijos en la Universidad o en el extranjero. Esa suficiencia, ese complejo de superioridad, respaldado por un poder religioso avaricioso  y nada evangélico, ha servido para que la derecha se crea la única capacitada para dirigir el país.

La derecha que, como digo,  cuenta con el apoyo inestimable de la jerarquía eclesiástica a la hora de defender sus privilegios,  es esencialmente anti demócrata. Comparte con la cúpula de la Iglesia el autoritarismo, la homofobia y la falta de respeto por  la mujer.

La derecha tiene su propia línea roja. Hay cuotas de poder a las que no quiere renunciar. Los elegidos, los que están arriba, deben de seguir arriba y nada que lo perturbe será aceptado. Tolerarán que alguien se les acerque. Consentirán que haya más mendigos disfrutando de las migajas de su banquete, pero SU línea roja es infranqueable y estarán dispuestos a todo para defenderla.

Y cuando digo todo no excluyo la violencia, con ejemplos no muy lejanos de nuestra historia, ni la propaganda mentirosa, la calumnia vil y la insidia miserable, como todavía nos están recordando los terribles sucesos del 11M y algún cardenal en retirada.

La parte buena de esta historia es que  la línea roja que la derecha utiliza para marcar el límite de sus privilegios, no es una línea inamovible. De forma lenta, pero inexorable, se ha venido desplazando a lo largo de los tiempos hacia la izquierda, siempre  contra la  voluntad del poderoso y  a costa de terribles sacrificios de la gente llana. A los periodos de avance le han seguido otros de retroceso, como el que ahora vivimos, pero a la larga el saldo neto termina siendo positivo.

Por eso creo que existen la derecha y la izquierda. Que no hay que ser pobre de solemnidad para ser de izquierdas ni venerar una escultura de Lenin en casa. Creo incluso que se puede compatibilizar el ser rico – no rico en cuantía obscena  e insolidaria – y ser de izquierdas. A mí me lo gustaría.

Así que, a alinearse. ¿Usted de que va? ¡Pues vote en consecuencia, coño!