Son cosas de papá

Una amiga nuestra, mujer casada y con hijos, sacaba dinero de los cajeros convencida de que “aquello” era una atención que los bancos tenían con su papá.

Nuestra amiga – falleció muy joven, pobrecita – era angelicalmente inocente. Hubiera declarado ante un tribunal que no sabía nada de nada de las finanzas de su familia y hubiera sido aquello la mayor de las verdades.

Lo que ocurre es que, gente como era nuestra amiga, no abunda. Es estadísticamente escasa. A ella, por un instintivo cálculo de probabilidades, no la hubiera creído nadie, salvo los que la conocíamos.

Tal parece que Rajoy, el fiscal Horrach y la Audiencia Provincial de Palma, sí conocían a la Infanta Cristina y sabían que era angelicalmente inocente: Que los millones de euros invertidos en el Palacete de Pedralbes, las vacaciones en Mallorca o el deporte de nieve en Suiza, y la vida de lujo que en general llevaba, viniesen, según ella creía, de la atención que ¡España! tenía con su papá, resultó perfectamente plausible para la Administración de Justicia.

Con la absolución a la infanta Cristina de complicidad con todos o parte de los delitos de su marido, y la escasa probabilidad estadística de que no tuviera puñetera idea de lo que estaba pasando en su casa, se dejó temblando el concepto de que la Justicia es igual para todos.

Pero hay otro bien que queda igualmente dañado: el papel de la mujer en el hogar. Bajo el pretexto de que cada cónyuge tenía en la casa común responsabilidades diferenciadas, o de que había cosas más interesantes de las que hablar, las señoras – de alto copete y receptoras de una educación de élite en su día – acaban dándonos la imagen de ser medio tontas del culo, o tontas del todo.

Disculpad si me disperso un poco, pero a veces la Justicia indaga en las motivaciones más profundas de las personas y se saca prevaricaciones de la puñeta (para los no enterados: adorno de puntilla que llevan los magistrados en la bocamanga) como en el caso de Garzón, y otras se acabalga en el “in dubio pro reo” para satisfacción (bien retribuida y por tanto cara) de algún abogado defensor.

En fin, a mí ya me queda poco tiempo (y dinero) para hacer muchas maldades fiscales y, de las antiguas (leves, levísimas, para lo que se oye por ahí) ya todo está prescrito. Eso sí, si hubieran llamado a mi cónyuge a capítulo me temo que hubiera terminado cantando porque lo sabía todo, todo, como la inmensa mayoría de las esposas.

Yo, con eso de ser financiera o fiscalmente malo, me pasa como a los ludópatas que piden que les impidan entrar en los casinos: Soy tan egoísta como el que más y me ha gustado ganar tanto dinero, con pocos impuestos, como he podido. Lo que pasa es que he votado siempre a los que podían proporcionarme una sociedad más justa. Es decir, no he votado a los que me podían dar si no a los que me podían quitar.

Por eso, mezclando churras con merinas, me repatean esos aristócratas faltosos e insaciables y me duele la izquierda, que mientras sigue discutiendo sobre el cómo, se les está escapando el qué.

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