Hoy me he regalado otro paseo mañanero por la Dehesa de Navalcarbón: algo más de una hora a paso rápido. Esta dehesa es un pulmón natural de Las Rozas, salvado por arte de algún milagro – mira tú que va a haber que creer en Dios – de la piqueta inmobiliaria. Tiene un canal por el que navegan los patos y algunas tortugas; este canal, con algunas cascaditas artificiales muy chulas, es lo que queda, junto con un par de presas derruidas en el Guadarrama, de una aventura faraónica del siglo XVIII que buscaba unir la corte madrileña con el Guadalquivir, para llegar a Sevilla. Al parecer una gran tormenta en 1799 provocó un corrimiento de tierras que se cargó gran parte del trabajo ya hecho y debió faltar el ánimo, o el dinero, para continuar.
De chavalete, acompañado de mis tíos Ramón y Paco, conseguí sacar una xarda en el Musel. A partir de ahí, me gasté infructuosamente el resto de la mañana colocando la boya en el mismo sitio del que había salido aquel pez. Pues bien, con la misma infantil filosofía de entonces, empecé a caminar por la Dehesa, mirando a las copas de los árboles, confiando en que otra ardilla me diera un espectáculo de valentía materna como el de ayer. Aquí las ardillas no se dejan ver como en algunos parques que conocemos. Hay mucho ciclista y muchos perros paseando a sus amos.
Como era de esperar, y después de tropezar dos veces, aunque en diferentes piedras, y estar a punto de caerme de bruces, renuncié a los avistamientos de la vida silvestre y me entregué a mis pensamientos. Aclaro que, cuando camino solo – hoy Marisa estaba convaleciente de un trancazo astur-roceño – no llevo cascos de música que me priven de oír el canto de las aves – aunque, cursilerías aparte, lo más necesario de pillar es el ruido de aproximación de algún ciclista despendolado del que hay que apartarse – y me resulta naturalmente fácil dejar la mente vagar.
Y así fue que, ya fuera por el canal del siglo XVIII, o por las fortificaciones defensivas, algunas en muy buen estado, que construyó el Ejercito de la República durante la Guerra Civil, lo cierto es que lo primero que se me vino a la cabeza, juntando la Historia de entonces con la de hoy, es la idea de que el PP es un fiel seguidor del arcaico pensamiento del “partido negrero”, lobby de cariz conservador, que defendía con gran entusiasmo la esclavitud aún en la segunda mitad del siglo XIX.
Su Reforma Laboral está arrastrando a la semi-esclavitud a varios millones de personas, porque trabajan y siguen siendo pobres y, lo que es peor, tienen miedo a quejarse por si pierden su miserable salario y terminan en la calle. Una calle en la que no los querría tener ninguna de las dos damas peperas que aspiran a mandar en Madrid. Si fueran insolentes, una les echaría encima a los antidisturbios, y si fueran sumisos, y en la noche pretendieran dormir sobre cartones, la otra, la Esperanza de nombre, y la anti esperanza como destino, se dedicaría a reflexionar sobre ellos, lo que es aún peor; todos nos acordamos de esa escena en la que el jefe de los malos le dice al prisionero que han estado torturando: “tengo que pensar a ver qué hago contigo”
Un famoso economista americano contemporáneo, nada sospechoso de militar en un partido de izquierdas, Lester Thurow, ha llegado a decir que, “mientras la democracia es incompatible con la esclavitud, el capitalismo no lo es, por lo que la esclavitud suele reaparecer en la misma proporción que avanzan las formas autoritarias de gobierno”
Pues debe de ser que en Madrid quedan muchos herederos de aquellos que se negaron siempre a reconocer la dignidad de todo ser humano. El PP, al que solo le falta mover sus oficinas a Soto del Real, parece, según la última encuesta del CIS, que va a ser la fuerza más votada en Madrid. Para la Comunidad las cosas están más equilibradas, pero para el Ayuntamiento, la que no respeta ni a sus propios funcionarios, tiene opciones de gobernar la ciudad a poco que a Albert Rivera actúe como le pida el cuerpo que no será, como todos imaginamos, apoyar a un candidato de la izquierda.
A nuestro amigo Pedro Sánchez le debió de parecer muy fuerte el cargarse a los dos candidatos de la federación socialista madrileña a las plazas principales en la Comunidad de Madrid, y ha dejado al chisgarabís de Antonio Miguel Carmona caminando con paso firme hacia la derrota final.
Yo escribí en este blog que no votaría a Podemos, y así será. No votaré a la Jueza Carmena, por autodisciplina, porque no es ella, si no lo que está detrás lo que no me gusta. Pero su opción, ante el previsible fracaso del PSOE, es lo mejor que nos puede pasar.
Y en la misma línea de pensamiento, en la que se me estaban entremezclando sucesos del pasado con circunstancias del presente, vislumbré al Rey y la Reina actuales como una representación más de lo antiguo, de lo pasado de moda.
No me voy a meter ahora en el debate de si Monarquía no y República si, o lo contrario. Particularmente veo a la Monarquía tan lejos de mis creencias como veo a la Santísima Trinidad. Ahora bien, respeto a los creyentes, tanto a los católicos como a los monárquicos y, por eso, no seré yo de los que salga por ahí deseándoles nada malo a Felipe VI, su esposa Leticia y sus dos guapas hijas.
No obstante, y a modo de consejo – uno más de los que nadie me pide, porque no es que estemos en los prolegómenos de la Revolución francesa, pero nunca se sabe – yo le pediría al Rey que despidiese a quien le escribe los discursos, viejos, anticuados y con un lenguaje absolutamente demodé, y que contratase a un entrenador personal, como el de la película de Tom Hooper, para que su tono resultara más convincente. Incluso, de meterse alguien en el quirófano, yo hubiera metido antes a Felipe, en vez de a Leticia y sus narices, para que le hubieran retocado el timbre de voz. El actual, con algún que otro gallo, suena como si hablara desde dentro de una perola.
El modo de hablar de Leticia es mucho más profesional. Eso es bueno por un lado, pero malo por el otro. Tiene una bonita voz bien colocada y una dicción perfecta. Lo que ocurre es que la oyes como cuando la oías dando las noticias en el telediario: nivel de implicación con lo que se lee, más bien escaso.